DOS
Entra
con la caja de chocolates y se queda un instante en el rellano de la
puerta, mirando hacia el grupo, que está de nuevo sentado en los
sillones. La mujer de pelo ondulado recién está entrando:
seguramente acaba de salir a fumar. Se la nota con frío. Le gusta
cómo está vestida, esa elegancia innata que tienen algunas mujeres,
aunque ella no se pondría tanto maquillaje. Según escuchó es
productora de teatro o esposa de un productor, no está segura. La ve
sentarse al lado de la rubia de las operaciones, el único espacio
libre. Pobre, piensa. Abre la caja en la mesa grande, y ya con los
chocolates a la vista se acerca. Un bombón seguro que ayuda a
soportar a la Rubia Operada.
—No
sé bien, pero es como que las cataratas te limpian, ¿viste? —dice
la mujer de pelo ondulado—. Estás parada ahí y te limpian. Por
eso me gustó la idea de venir acá. No es sólo encerrarse a
escribir, es también conectarse con la naturaleza. Yo de escribir,
cero, aunque vos sabés que leer me encanta.
—¿Un
chocolate? —dice ella.
—Ay
sí, pero uno solo, no me dejes comer más —dice
la Rubia Operada—. Vos
tenés que ver lo que lee esta mujer —y
señala a la de pelo ondulado,
que baja la vista con humildad—. No hay libro que le dure. Y
las anécdotas que cuenta. —Otra vez el tintineo de las pulseras—.
No sabés, es como que estás ahí, viviéndolas vos. Contale eso que
me contaste a mí, la excursión.
La
mujer de pelo ondulado la mira a ella, como esperando una
confirmación. Es la esposa de un productor de teatro, ahora se
acuerda. Ana sigue pasando la caja de chocolates, a su madre, a la
viejita, que está más cerca.
—Fue
así —dice la Esposa del Productor, y le cuenta, con lujo de
detalles cada uno de los preparativos para su viaje a Cataratas, y
cómo, cuando todo estaba listo llamó de la nada el gerente del
hotel; porque sí, no llamó cualquiera, sino el gerente: problemas
con las reservas.
—Imaginate
—le dice la Esposa del Productor, mientras con las dos manos se
recoge la enorme mata de pelo ondulado, y Ana pone su mejor cara de
estar imaginando—. Me puse como loca, a esa altura ya no íbamos a
conseguir lugar en otro lado.
Se
resigna y deja la caja de chocolates en el medio de la mesa ratona,
que cada uno se lleve el suyo. La Rubia Operada parece haberse
aburrido de la historia de su amiga y habla con la viejita, que la
escucha con su plácida sonrisa. Realmente parece haberse escapado de
algún cuento de hadas.
Ana se da cuenta de que no le queda más remedio que escuchar hasta
el final el relato de la Esposa del Productor. Se sienta.
—Encantados,
claro —dice la Esposa del Productor—. Nada menos que la suite
presidencial, imaginate.
Ella
también está encantada, porque ahí tiene que terminar la cosa,
pero no, parece que recién empieza: el viaje, el retraso del avión,
la valija que no aparecía. Busca a Juan con la mirada, tal vez él
la puede rescatar. Juan le habla con amabilidad al Gordo Barbudo. Dos
buenos espíritus afines que han logrado encontrarse.
La
Esposa del Productor le cuenta que en realidad todo había sido un
plan cósmico (porque ella cree en esas cosas, y claro, ¿quién no
va a creer en algo así? Hay que estar loco para no creerlo en una
situación como ésa, cuando es evidente); un plan cósmico para que
ella conociera primero las cataratas de noche, a la luz de la luna y,
recién después de día. Porque la experiencia es única, de noche
hay una magia, una fuerza que no puede existir de día. Seguro porque
las fuerzas nocturnas son distintas: más misteriosas, más extrañas.
—Vos
me entendés —le dice, y por suerte está tan convencida de que la
entiende que ella no tiene que hacer ningún esfuerzo.
—¿De
qué hablan? —dice su madre.
Se
acercó de golpe y por un segundo Ana ve que todo va a volver a
empezar: “Resulta que queríamos ir a Cataratas y...”
—De
lo mágico que es conocer primero un lugar de noche y lo diferente
que es verlo de día —es la Rubia Operada, que vuelve a la
conversación como si nunca se hubiera ido.
—Le
contaba a tu hija de cuando conocí las Cataratas del Iguazú
—Ah
—dice su madre—. A mí también me pasó algo así, acá mismo,
con el lago —se queda callada y de golpe se le ilumina la cara—.
¿Por qué no lo hacemos?
—¿Hacer
qué? —pregunta Humberto, que viene por un chocolate.
—Ir
a conocer el lago —dice su madre.
—Ay
sí —dice la Rubia Operada.
—¿Ahora?
—dice Ana.
—¿Por
qué no? —responde su madre.
Juan
se acerca.
—Quieren
ir al lago —le dice ella—. Ahora.
—Pero
si acaban de llegar, tienen tiempo de sobra.
—No,
no —dice su madre—. Esa es la gracia, verlo ahora, de noche, por
primera vez. Después no es lo mismo. Es una experiencia excelente
para escribir.
—Estuvo
lloviendo estos días —dice ella—, está todo embarrado.
—A
quién le importa un poco de barro, Anita. Si nos interesara
quedarnos sentados siempre al lado del fuego, habríamos hecho el
taller en Buenos Aires, ¿no?
—Renata,
no tenemos muchas linternas —dice Juan.
—Con
la luna que hay se ve perfecto. ¿Qué les parece? Una excursión
antes de irnos a la cama: vemos el lago a la noche y después de día,
y así lo usamos como ejercicio de escritura, marcar las diferencias.
Es una excelente manera de ir entrando en clima...
La
viejecita del cuento de hadas dice que sí con la cabeza con tanto
entusiasmo que parece uno de esos perritos que ponen en los taxis. El
Gordo Barbudo y Marisa no parecen muy felices con la idea.
—Si
querés los lleva Juan —dice Ana—. Y yo me quedo acá con los que
prefieren quedarse.
—No,
no —dice su madre—, vos no entendés cómo funciona un taller.
Tenemos que ir todos; si no, es un desastre.
Ana
lo mira a Juan, que se encoge de hombros, resignado.
—Voy
a buscar las camperas —dice.
Ella
junta los envoltorios de chocolate. “Ya empezamos bien”. Y los
lleva a la cocina.
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