Probablemente porque hablé hasta por los codos y, años después me di cuenta, cumplí casi a rajatabla con el decálogo de lo que no debe hacerse en una entrevista laboral, nunca me volvieron a llamar de aquella gran librería. En su momento, con la ilusión del primer trabajo, me decepcioné, pero ahora me alegra que no me hayan seleccionado. No creo tener la paciencia necesaria para lidiar con gente que pide un libro cuyo nombre no recuerda, el autor se lo dijeron, sí… empezaba con B o tal vez D, seguro que el librero sabe, porque la tía Ana vino y lo compró en esa misma sucursal. O peor, los que quieren un libro por el diseño: “Busco un libro azul eléctrico, que sea como un cuadrado y bien grande. Es como decoración… para la mesita ratona del living”, oí una vez. Miré al vendedor, tan desconcertado como yo, pero a él la sorpresa le duró sólo un segundo y dijo: “Habría que fijarse en los libros de arte o fotografía, que son bien grandes.” Por muy fascinante que me parezca, la de librero es una profesión demasiado sacrificada para mí. Sacrificada y con una cuota de poder que tampoco sé si me gustaría, como descubrí una tarde en una librería de barrio, de esas que mezclan el último betseller con cierta pretensión de “acá sabemos lo que es buena literatura”. Yo estaba curioseando la mesa de saldos, buscando algún tesoro oculto.
–No, ¿cómo te vas a llevar esa porquería? –le decía la dueña de la librería a una señora–. El que yo te digo, que es mucho mejor.
En lo personal, agradezco que me salven de un bodrio, pero había algo en la manera con que la señora agarraba el libro, casi pegado al cuerpo, como con temor a que la otra se lo fuera a arrebatar de las manos y tirarlo al piso; algo en la manera de mirar, cierta indefensión, que hacía evidente que la buena mujer quería llevarse ese libro, por muy malo que fuera, y que sólo necesitaba que le dijeran que sí, que lo comprara nomás. Pero la dueña, en su cruzada, estuvo un rato destrozando al libro, al autor y, de paso, a la editorial. Ya olvidé los nombres del supuesto bodrio y del recomendado. Pero sí recuerdo que la señora cedió, humillada o apabullada tal vez, y compró el que le recomendaban. Al que quería lo dejó en una mesa, cerca del mostrador. Pagó el otro y se fue con la cabeza gacha. Si yo fuera una persona de acción rápida, habría ido hasta esa mesa a rescatar al vapuleado libro y lo habría comprado. Pero esa justicia poética la descubro recién ahora, cuando ya no sirve de nada.
Texto publicado en el suplemento de cultura del diario Tiempo Argentino, 5 de noviembre de 2010
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