lunes, 30 de enero de 2012

El rey de los centauros

Necesitaba desintoxicarme. Estaba parada delante de la biblioteca, plenamente consciente de que tenía que abandonar, al menos por unos días (me cuesta renunciar de manera definitiva a un libro, por mucho que me aburra) a esa nouvelle que venía leyendo. El estilo era completamente amanerado, rebuscado, insufrible. Y yo tenía que hacer una entrega de traducción, no me podía arriesgar a que inconscientemente se me pegara esa sintaxis correcta pero insoportable (sí, mi inconsciente tiene alma de cinta scotch y así como se le pegan escenas de películas de terror que se niega a soltar durante años y años, momentáneamente puede quedar atrapado del ritmo de lo que vengo leyendo). Así que estaba parada frente a la biblioteca viendo qué libro ya conocido (no era cuestión de arriesgarse) podía elegir de compañía para relajarme antes de empezar a traducir. Tenía que ser una novela escrita originalmente en castellano y tener un estilo pulido, pero dinámico. Si era una narradora femenina, mejor aún, porque lo que iba traducir era desde la perspectiva de una mujer. Había varios para elegir, por ejemplo Desencanto de Romina Doval estaba ahí, sonriéndome. Pero necesitaba que fuera un libro que no hubiera releído hace poco, si no, no iba a servirme para leerlo sin detenerme en detalles, como prestarle atención al ritmo, la sonoridad, porque la historia la tenía demasiado presente. Entonces lo vi, El rey de los centauros, de Inés Garland. Era justo lo que estaba necesitando. Mi plan era leerme algunas páginas esa semana mientras estaba traduciendo. Al ser un libro conocido, podía dejarlo con facilidad una vez que terminara… Una prueba más de que todavía desconozco el poder de la literatura. El trabajo de traducción llegó y se fue (y mi traducción resultó muy elogiada, así que se puede decir que El rey… cumplió su función), y yo no podía dejar el libro hasta llegar al final. No es que me sorprendiera lo bueno que es (cuando es la ¿tercer? ¿cuarta lectura? de una novela uno ya sabe que es buena), ni siquiera que me siguiera enganchando a pesar de conocerla (y eso que tuve el privilegio de conocer ese texto cuando tenía otro nombre y el Teo de la historia era otro Teo, aunque en el fondo es el mismo). Lo que El rey me iba devolviendo era una parte mía, las noches de verano de taller en la casa de Liliana, la voz de Inés leyendo, mis diecinueve años, y toda esa fascinación por esa gente para quien escribir era lo único que tenía sentido. Quizá fuera que se acercaba fin de año, mi cumpleaños, el cambio de década y todo eso, quizá fuera el amor que siento por esa frase de Proust que dice que lo que buscamos en un libro ya leído es aquel que fuimos al leerlo, pero siento que hay una parte de mí encerrada en el Rey de los centauros, una a la que hacía mucho tiempo que no volvía, que casi había olvidado. Supongo que esa es una de las cosas que más me fascinan de la literatura, que no guarda sólo lecturas, versiones de un mismo libro a medida que pasan los años, también atesora nuestra historia junto con su historia; y cuando ya nada quede de ese que fuimos y esa vida que tuvimos, igual podemos volver, encontrar por un pasaje subrepticio el camino hacia el recuerdo.